Te pinte de azul y amarillo, para hacer de ti mi traje verde que vestía en aquellos días depresivos.
Matice con tus cabellos las tardes sobre las que nos sentábamos, y escucha, pequeña, no me corrijas: nos sentábamos en el sol sin quemarnos.
Tú sacaste de tus ojos arco iris, artificios de supermercado, de envidiadas lagrimas rollizas, -¿cómo era que expresabas tanto en un solo abrazo?-
Te pinte de azul y amarillo, olvidando combinaciones preferí pintarte de tristezas, de un verde ojeroso, de un rojo de exigencia, de ese negro hermosamente vicioso en que me buscaste cuando me di la vuelta.
El término que busco, no es gracias, ni te amo o te olvido, no es siquiera una palabra que me hubieses exigido, no es la rima que aún me piden –así de desgastada y aburrida-, no es la regla del poema.
¡Pequeña! ¡Te pinté de azul y amarillo! Tome la brocha gorda y te convertí en una casa colonial, con tejados y macetas, con florecitas que crecían con el calor otoñal.
Así fue que me miraste, con tus ventanas abiertas, sin ya dejarme pasar, y me di cuenta que aún esperando, era más el deseo de no aguardar.
Cerré la boca y contuve todo, brotaban gotas, ¿la tierra, las flores, no chuparon su alimento? Te miré marchar... Pero bien que lo recuerdo: (en principio) te pinte de azul y amarillo para admirarte en tu alegría primaveral.
Más que un poema una carta con algo de rima.
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